viernes, 9 de enero de 2015

1800 - FIEBRE AMARILLA EN CADIZ

La epidemia de fiebre amarilla

Hace unos días aparecía la noticia de que la vacunación  es el único tratamiento específico para la fiebre amarilla en alguno de los 44 países de América y África donde es endémica. Así que para quien vaya de viaje a algunos de estos paises vacunarse es una recomendación “casi obligada”.

Durante el siglo XVIII y principios del XIX se produjeron grandes epidemias en diferentes lugares de nuestro país, enfermedades que asolaron barrios enteros y de las que muchos pueblos sufrieron sus consecuencias. Una de estas fue la fiebre amarilla.

Esta enfermedad es una infección vírica transmitida por el mosquito Aedes aegypti, conocida también con otros nombres como vómito negro, mal de Siam, plaga americana, tifus icterodes y que se caracteriza por fuertes dolores y calenturas en todo el cuerpo principalmente en la cabeza, color de piel y ojos amarillentos, vómitos y  delirios que llevaban a la muerte.

En el verano de 1800 se declaró en Cádiz un brote de fiebre amarilla, que se inició en el barrio de Santa María donde había calles estrechas y poco ventiladas y en el que las temperaturas (calor riguroso y el aire seco del estío) hicieron que se propagara más fácilmente entre sus habitantes. 
Cádiz : tomado desde su bahía desde la muralla real hasta la catedral
 (Instituto Cartográfico de Cataluña)
                         

En la segunda mitad del año 1800 la epidemia de fiebre amarilla se extendió de Cádiz a muchos otros pueblos de Andalucía y poco después un nuevo foco se propagó desde Málaga a varias villas y ciudades cercanas.

Los pueblos cortaron la comunicación con otros pueblos inmediatos contagiados, se interrumpieron las actividades del comercio y la vida diaria de sus habitantes se alteró de una manera drástica y dramática al iniciarse el acordonado de la ciudad.

Sospechando la gravedad de las dichas enfermedades algunos habitantes  se decidían a vivir aislados en el campo “exhortados los que vivían en caserías a que ni vinieran a la ciudad, ni admitieran a nadie de ella en sus lagares”.

En algunos barrios se tenía la precaución de tabicar en los dos extremos del barrio, “tapiaron las bocacalles para separar la parte infestada del pueblo” permitiendo únicamente una pequeña ventana para la introducción de los víveres y otros objetos necesarios a los habitantes, teniendo cuidado de no permitir la salida a ninguno.  En otros pueblos se crearon los  lazaretos de curación donde eran acogidos enfermos desvalidos o llevaron a los enfermos a cuevas y chozas.

Recetas particulares y secretos de todas partes, se pusieron en  práctica para precaver de la enfermedad: untarse con aceite, dietas severas, poner en las casas y hospitales ollas de vinagre hirviendo en el que se acostumbraba a  meter juncia, romero y  ajos, portar alcanfor en la ropa o un sublimado corrosivo como venera (colgado en el pecho), incluso hubo también quienes queriendo aprovecharse de la dramática situación anunciaban un licor que curaba la calentura e incluso la prevenía.

Las prácticas más comunes fueron sahumerios para purificar las casas y ropas, utilizando ácidos sulfúricos y nítricos. También se generalizó prender fuego a un poco de azufre en un recipiente, manteniendo cerrado el aposento.

La quina y el opio eran los medicamentos más usados en el enfermo a la vez que la aplicación de sinapismos (medicamento hecho con polvo de mostaza) o vinagre en el cuerpo.

Después de muchas discusiones se declaró que la enfermedad llegaba a las ciudades por medio de los barcos que arribaban desde América (donde era endémica) y desde los barrios contagiados se extendía a pueblos cercanos.

En el caso de Cádiz  y Málaga  al ser ciudades marítimas, llegaban embarcaciones de todas las partes del mundo para vender sus mercancías, hacer escala y prepararse a seguir viaje o comprar y reparar las embarcaciones lo que dio la situación propicia para propagar la enfermedad.

En Cádiz se habló que la trajeron las embarcaciones el Delfín y Águila desde la Habana y el Júpiter de Veracruz, que habían tenido en su travesía enfermos de fiebre amarilla. En el caso de Málaga se sospechaba de cuatro buques uno de Esmirna, dos de Santo Domingo y otro de Montevideo.

Estas plagas hicieron tomar conciencia a las autoridades y población de la necesidad medidas de precaución como fue  mejorar las condiciones de higiene en las casas y ciudad, a la vez que medidas de actuación como examinar más detenidamente las patentes de sanidad y diario que traía cada embarcación o guardar cuarentena sobre todo de ropas y fardos de embarcaciones provenientes de Oriente y las Provincias Unidas de América.

libro-epidemias
Libro de epidemias de 1800. Listado fallecidos. Fuente: A.H.M.C.

CÁDIZDIRECTO.- Cádiz, a octubre de 1800:
“las banderas amarillas ondeaban sobre torres y miradores. El mal era apreciable: escalofríos, pulso frenético, calor, temperaturas muy elevadas, sequedad en la nariz, dolor fuerte en la espalda, cabeza y articulaciones, ictericia tanto en la piel como en los ojos, y vómitos de sangre que debilitaban hasta la muerte. El periodo de incubación era de 6 días, y a partir del octavo, se producía la curación o la muerte.”

La desoladora epidemia de vomito negro y fiebre amarilla de la que desde el 15 de agosto hasta fines de octubre se vio asolada la ciudad afectó a 48.520 personas, falleciendo de ellos 7.387, de los cuales 9.553 eran varones y 1.577 mujeres. Nuevos brotes epidémicos volverán a la ciudad: la fiebre amarilla en 1804, 1811 hasta el 1813, y 1819; en 1810 el tifus; 1812 la viruela y el cólera en 1854 y 1885.
Son unos años donde el principal problema lo constituían las enfermedades infecciosas.

La situación sanitaria que afecta a la ciudad esta marcada por una elevada mortalidad de estas enfermedades. Así en agosto de 1800, comienza en Cádiz una epidemia de fiebre amarilla, y a las autoridades se les plantea el problema de dar cobijo en sitios adecuados a los enfermos y aislar a los muertos.

Ante el numero de defunciones y para no atemorizar a la población, la recogida de cadáveres se hacia de noche, con carros que llevaban sus ruedas envueltas en cuero y trapos, a fin de que el lúgubre paso no fuese advertido, dando tierra a los cuerpos a la luz de hachones.

Entre 1811 y 1813 Cádiz sufrió de nuevo dos epidemias, lo que supuso el traslado de los Diputados de la Isla de León y llegó a ser tan violenta que llegó a hablarse hasta de un mal endémico.

Las circunstancias no eran otras que la afluencia de buques al puerto, y la llegada constante de refugiados que rebasaban una población de 100.000 habitantes, junto con que los ciudadanos se alimentaban de productos de huertas regadas con aguas no potables, y se pescaba en rocas cercanas donde se vertían los desagües de la ciudad.

Este documento expresa lo acaecido en la ciudad según un diario inédito de un relator en unas Crónicas encontradas:

“Durante una semana no he tenido donde escribir, las palabras se amontonan en mis labios queriendo escapar para ser recordadas, pero solo puedo soltar de golpe las de las ultimas horas, los últimos instantes, sintiendo lastima y pena por aquellas que rememorarán los hechos de los días pasados y que por cruentos, difíciles y dolorosos quisiera conservar siempre entre mis recuerdos (…). Era octubre de 1800, y tras publicarse en el Mercurio Madrid la cedula por la que se prohibía atravesar la Peña de los Perros, fui mandado a Cádiz como redactor de mi periódico a escribir sobre lo que estaba ocurriendo. Cuando llegué, la epidemia estaba remitiendo, aunque el dolor por la muerte de hombres y mujeres pululaba aun por la bellísima ciudad gaditana. Se inicio a finales de julio en el barrio de Santa María y acabó en apenas cuatro meses con mas de siete mil muertos, en su mayoría varones fuertes y jóvenes.
Yo se lo que es la peste, había entrado en las salas de disección del Real Colegio de Cirugía para ver desde la altura de sus estrados aquellos cadáveres abiertos, putrefactos, llenos de una sustancia negra y con los órganos llenos de lombrices como gangrenados. Escalofríos, fiebres altas, vómitos de sangre, la ictericia, el pulso frenético eran síntomas propios de la cruel enfermedad que acaba con la vida antes del octavo día. Sin embargo, yo estaba mejor, la hermana Consuelo lo sabía, para ella la disentería y la infección de la herida de mi pierna eran los causantes de mi mal estado y no la temida fiebre amarilla. Aunque conozco por ella que hay brotes en la bahía y en algunos pueblos del interior de la provincia, no estaría vivo ni lucido si el tifus se hubiera refugiado en mí, lo que me reconfortaba.
Cuando aquello ocurrió no estaba entre los ánimos de la ciudad el pensar en los conflictos venideros, y en los asuntos políticos y las relaciones internacionales quedaban lejos de su pensamiento. Sin embargo, presentí que en esta ciudad maltratada, nacería un espíritu de supervivencia y lucha capaz de poner trabas a quienes quisieran dominarla. Fue como si la crueldad de la enfermedad y los vínculos que el padecimiento creó entre los ciudadanos ayudaron a forjar el espíritu solidario, aguerrido y contestaría de este pueblo. Ese mismo espíritu que yo ahora necesito para recobrar las fuerzas y seguir con el propósito de mi trabajo”